Enterrada




                                                                             Enterrada

 

No tenía miedo a las hormigas hasta que mi madre dijo que si llegaban a tu casa era porque estaba presente la tristeza. Recuerdo estar en su patio, tendría alrededor de 6 o 7 años. Mientras jugaba a poner y quitar diminutas migajitas a una comunidad de hormigas que rodeaban mi pie enfundado en una chancla de plástico quemante. El ambiente era demasiado caluroso; iba a llover. Dicen que las hormigas anuncian también las lluvias.

Me gustaban las hormigas, siempre las respeté y de alguna manera las cuidaba, compartiéndoles un caramelo mal cerrado. Ella, mi madre, se acercó y con tal seguridad dijo: las hormigas representaban la tristeza. Su rostro mostraba un dejo de burla y espera, esperaba alguna reacción de mi parte, quizá que empezara a llorar y así burlarse de mí, o quizá esperaba un salto impetuoso para luego decirme "miedosa", "inútil, son sólo hormigas". Pero me quedé allí, sentí cómo mis ojos se abrieron tanto para poder entender qué era eso que acababa de escuchar.

Pensé entonces en mi casa, esa donde estaba creciendo como un lugar sombrío y triste. Pensé en ella y en mi abuela como seres tristes y nauseabundos arrastrándose por los pilares del corredor, disimulando el amor por las plantas o los colibríes.

Mi madre solía hacer eso, me contaba alguna historia fuerte, ya sea triste, violenta o de terror, esperaba mi reacción para luego reprenderme con comentarios hirientes, burlescos o lo peor: su silencio.

 A veces podía contener mi emoción quedándome quietecita, bajando la mirada. Algunas otras era tal el discurso que me provocaba llanto o enojo, como el día que me contó que a mi prima Liz la había violado el mejor amigo de su padre. Recuerdo sentir tantísimo enojo, ¿cómo es posible?  ¿cómo es posible que nadie hizo nada? -dije- mientras mi mirada se perdió en una hormiga ladrona de pan dulce.

Entendí por qué mi prima hablaba a las paredes y al viento. Entendí los encierros tan prolongados, sus ausencias.

Aunque no fuimos cercanas porque además era mucho mayor que yo, siempre me llamó la atención su forma, su mirada perdida, sus vestidos de muñeca de desván. ¿Qué recibí de mi madre ante mi reacción? Vamos, esas cosas pasan, ella desde niña es débil de su mente por eso se quedó así sin poder superarlo, ¡Cuántas mujeres pasan por lo mismo y siguen con su vida!

Otra vez me contó con desprecio el día que supo que mi abuela quiso suicidarse después de su séptimo embarazo. Tomó pastillas con alcohol, pero uno de los trabajadores del abuelo la encontró a media cocina alucinando, llorando y golpeándose en la cabeza. La llevaron a la clínica, el diagnóstico: psicosis postparto. Porque además se encerraba con cada criatura por semanas. No dejaba entrar a nadie, ni a sus hermanas, a nadie. Solo se escuchaban los llantos de la criatura en turno por mucho tiempo. Así con cada una.

Pero nadie creyó que este tipo de conductas no son normales.  Por mi mente pasó la imagen de mi madre en aquellos momentos, en lo que pudo experimentar, llorar tanto, con una mujer que estaba fuera de sí y que necesitaba ayuda porque la maternidad tiene que vivirse en comunidad.

Guardé silencio y atiné a decir que el embarazo, parto y posparto suelen ser una manera de trauma para la psique de la recién madre.

 ¿Su respuesta? Esas tonterías no existen, solo te dicen mil mentiras para darte medicamentos que te matan, porque la psiquiatría solo quiere eso, tenerte entumida, matarte, además, -continuó- tu abuela es una mujer que no aguanta nada, toda la vida se la ha vivido quejando, vivió bien, con lujos, ¿qué más quería?

 Quería su libertad –pensé–. No dije más porque mi madre ante esas acusaciones me dejaba sin palabras. Cuando intentaba decir algo, gritaba, pero lo que más me dolía es que no me escuchaba.

 Cerca de cumplir 12 años empecé uno de los diarios que marcaría mi vida. Lo inicié con el comienzo de mi sangrado menstrual. No podía hablarlo con nadie. En la escuela las chicas estaban más preocupadas por el crecimiento de sus caderas, del color de labial que por las dudas o miedos de algunas otras. También anoté mi interés por llegar a ser escritora y que me gustaba Manuel, hijo de una amiga de mi madre.

 Un día, llegué apurada a contarle a mi diario que me habían dejado escribir un cuento para mi clase de español, me emocionaba escribir acerca del beneficio de las abejas para nuestra vida.

Encontré mi diario un poco fuera de su lugar, pero no me impresionó tanto como el hecho de que, al abrirlo, salieron muchísimas hormigas asustadas. Lo aventé y me puse a llorar.

No sabía cómo sentirme. Pero recordé lo que dijo mi madre sobre las hormigas: que llegan a los lugares tristes. Y también pensé: ella lo ha tocado. Ha traído su tristeza hasta aquí.

Cuando me llamó a comer, empezó a burlarse de mis sentimientos, mis gustos y deseos. Habló de lo mal que les va a las escritoras, pues suelen ser mujeres deprimidas, angustiadas o locas. Me dijo que para que Manuel me "eligiera", debía ser una mujer bien portada, bien hablada y educada. También debía tener cuidado con mis reacciones si quería que algún hombre se fijara en mí. Me destruyó. No hablé por días.

Enterré mi diario en una casa de hormigas. Desde entonces me sentía la mismísima tristeza. Cada vez que veía hormigas, sentía cómo recorrían mis órganos internos, esperando una mala noticia o el inicio de un periodo emocional sombrío.

 Hace mucho no veo a mi madre. La última vez que fui a su casa, había hormigas por doquier. Le pregunté si estaba triste: ¿Triste yo? Estás loca, jamás. Le recordé su teoría de la tristeza y las hormigas. Yo nunca dije eso. Eso está bien para que hagas un cuento, que eres buena para inventar pendejadas.

 En silencio le di un beso en la frente, prometiéndome jamás volver.

 Ya tengo suficiente con cada día pelear con las comunidades de hormigas que llegan a mi casa a instalarse y burlarse de mí. Mis libros y cuadernos están carcomidos por ellas. Me he tatuado algunas, me he comido otras. No me atrevo a matarlas porque aún no quiero morir, y seguramente vendrán con más fuerza a carcomerme las articulaciones. Las siento en cada comisura de mi piel, me desespera, y el clonazepam ya no hace efecto. Me rasco la cabeza y en mis uñas se esconden algunas de ellas. Por las noches, voy haciendo montículos de tierra para saber dónde pondré las próximas hojas de mis diarios.

 

 

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