Todos los días



                            





Sonó el teléfono. No recuerdo la hora, pero ya era tarde. Hablaban para pedir mi autorización y poder intervenirla nuevamente. Había tenido su primer infarto. 

No recuerdo cómo llegué al hospital, me acompañaba mi padre. No entendí lo que me explicaron, tampoco me dejaron entrar a verla. Sólo pude verla a lo lejos, a través del cristal y medio observé a un tipo vestido de civil manipulando las mangueras. Mientras otro tipo vestido de blanco me hablaba. 


No sé si existe una sensación de no sentir, pero no sentía. Tenía horas cuando empecé a morir. Me era absolutamente raro todo alrededor, los rostros me eran irreconocibles. Sonará a cliché, pero todo me era ajeno y lo que no, demasiado pesado. Sentía que mi cuerpo no me respondía, me sentía invadida de vacío. 

Regresé a casa, mi madre nos esperaba. Supongo que medio le expliqué lo que no entendí. Me tiré a la cama. Quizá ese día también llevaba una camisa a cuadros en varios tonos de azul y mis fieles pantalones rotos. Así me recuerdo. Como si lo roto me hubiera sido fiel. 


A la siguiente visita, antes de llegar a la UCI hay algo así como sala de espera, ahí, otras mamás me dicen que aún no habían podido pasar porque estaban haciendo algo a mi hija. 


¡PUM! Un huracán de los más malditos me aventó, y atravesó conmigo las puertas. Como en una especie de viaje en el tiempo, ahora no avanzaba, sólo estaba suspendida en el aire como si yo fuese la respiración de un monstruo (jala, suelta, jala, suelta) sin caer… pasmada.


Creo que textee alguna cosa, no lo sé. Tampoco recuerdo cómo pasaron tantos minutos, ni como llegué a su lado.  esos pasos no los recuerdo. De pronto estaba allí. Ella tenía los ojitos cerrados, una enfermera le quitaba algo. La luz era demasiado blanca, todo era de un blanco que aturdía. 


Le abrí sus ojos para comprobar que no jugábamos a dormir o que no era de esos días de “spa”, en los cuales nos recostábamos, poniendo nuestras manos sobre el cuerpo y jugábamos a sentirnos tranquilas. La toqué, lo recuerdo. Le apreté la pierna derecha que daba justo de lado del barandal donde mi esperanza y dolor se acomodaban cada día.

De pronto estaba mi madre a mi lado, tampoco supe cómo llegó, ni cuánto tiempo estuvimos limitadas por ese barandal. 


Me pierdo. 


Fue un momento de brincar entre espacios completamente oscuros y blancos. 


Mi madre creo que dijo - ya vámonos- Y me fui. 


Pero ¿qué se hace en esos casos? ¿qué se supone que deba hacerse? 

Me vienen imágenes paralizadas de mí en todos estos espacios que no supe llenar o no sabía si tenía qué hacerlo, y si sí ¿cómo se hace?

No recuerdo el trayecto del barandal de la cama, la voz de mi madre, y cómo es que de pronto en la calle preguntaba ¿qué se hace en estos casos?


Me pierdo otra vez. 

No supe quién me llevó a mi casa. 


Elegí su falda, su favorita de color rosa palo plisada, de una tela muy suave, su camiseta blanca con unicornio al frente y no sé si elegí zapatos. 


Me pierdo otra vez. 


De pronto me des-encuentro en el velatorio. No sé -repito- cómo llegué ni cómo fue que me cambié de ropa.

Poco a poco he ido armando escenas. Aún hoy me parece todo extraño. A veces me siento como una loca y necesito confirmar que realmente mi hija vivió, y que hay recuerdos de ella, necesito confirmarlo porque vivo en una especie de letargo. Me quedé en un momento del tiempo que ni siquiera es espacio, ni tiempo, nada. Necesito constantemente repetirme quien soy y dónde me encuentro para poder asir algo, momentos, realidad, algo…

Silencio. 


El siguiente recuerdo sucede en la carroza, voy adelante. Y mi niña atrás, sólo que ahora no la sujetaba el cinturón infantil, ahora ella se había ido y no lo necesita más. 


¿Que si pensaba en matarme? ¡Claro! desde el minuto aquel. Era una constante en mi cabeza, lo pensé, lo ideé, lo palpé, y creo lo intenté todos los días. La culpa me tomaba del cuello cada instante, nunca se concretó. Pensaba principalmente en mi padre, ¿cómo le iba a ocasionar semejante dolor? Me suicidaba cada vez que podía. 

Las mañanas eran inciertas, me molestaba la luz del sol, el ruido matutino. 

Mientras dormía, veía cómo cada cosa se desfiguraba, se volvía grande y se reían de mí. Se convertían en un tipo de masa ligosa, se disponían alrededor de mi cama, suspendidas en el aire. Murmuraban. Me despertaba horrorizada.

 La idea de salir de ese lugar me venía dando vueltas. Por un lado, pensaba que no me hacía bien estar tan sola, empecé a sentir miedo de morir y que nadie se enterara hasta muchos días después. 

Pero, por otro lado, tenía la esperanza de verla en alguna calle, en algún parque. Llegué a pensar que me la habían robado. No mentiré, aún hoy lo pienso. Aún hoy, después de varios años siento y pienso que al cruzar una avenida o dar la vuelta en alguna esquina, toparé con ella

Pero el maullido de la gata me dice que no es así. 


Todo era absolutamente extraño. Me sentía ajena de mí. Del mundo. Mundo que muy pronto se convirtió en un lugar inhabitable, ya no pertenecía a nada y nada me pertenecía. Me convertí en una bolsa inflada pero vacía, verme al espejo me resultaba espantoso, una locura. Era como si me hubiera convertido en humo denso. Incluso mi ropa parecía de otra mujer: sí, la de mamá de mi hija.  


A veces intentaba tocar la imagen del espejo para saber quién era. Pero como también me asustaba esa figura que veía, daba pasos atrás sobresaltada como un animal cuando se mira, no se reconoce y salta o pelea. Dejé de hablar, de escribir, de leer. Hablaba lo necesario. Comía lo que me llenaba. Pero me faltó llorar. 


Se me olvidó el lenguaje, caminaba porque bien dice el dicho lo que bien se aprende nunca se olvida. Quizá algunas partes de mi cerebro se mantenían vivas, otras aletargadas, otras, en definitiva, murieron. Pero ¿dónde estaba yo? ¿qué había pasado con eso llamado “esencia”? 


Cuando por las noches el silencio se adueña de todo, y me acurruco sobre mi lado derecho tratando de tocar su risa o sus pies, vienen imágenes terribles de esos días y siento muchas ganas de llorar. Me asusto, aprieto los ojos tanto como puedo hasta ver lucecitas de colores, me da frío escuchar cómo el corazón golpea con fuerza directo al timo y se quiere salir. 


Me tapo la cara con la almohada y me digo: soy yo, estás aquí. 




 

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