Medea.




     




Se despertó como cualquier otra mañana. Un poco más de sabor agrio en la boca, la lengua algo pastosa y un ojo más débil. Quiso quedarse en la cama, cubrirse la cara a esperar la nueva noche. Pero la gata ya estaba desesperada por comer, jugar, tener su arenero limpio.

Salió del cuarto, por un momento le pareció que no era su casa, entraba demasiada luz. Al abrir la puerta del baño tuvo la impresión de que su mano no era su mano, se veía más reseca, verdosa, las uñas pálidas. Orinó. Cepilló sus dientes. Y otra nueva ola de extrañeza le recorrió el cuerpo al ver en el espejo una imagen diferente a la que ella creía que era. Los ojos demasiado hinchados, el cabello reflejaba colores pálidos, las puntas con un maltrato evidente, pero algo llamó más su atención: la oreja izquierda era muchísimo más pequeña que la derecha. Se acercó hasta topar la nariz en el espejo para comprobar lo que estaba viendo.

Estaba segura de esa diferencia casi cómica de sus orejas, se puso desde varios ángulos para verse, no cambiaba nada, la misma diferencia entre el tamaño de sus orejas.

Aunque llevaba tiempo trabajando con eso del amor propio, la aceptación del cuerpo con todas sus asimetrías, con los colchoncitos saltando por la barriga, las axilas, el cuello y las piernas, con el cambio de coloración en algunas partes de su rostro y alrededor de los tobillos, a menudo era una batalla perdida.  Se empezaban a ver las venas moradas, verdes, algunas rojizas, los pies se le dormían más rápido y el cansancio era demasiado como para prepararse comida healthy, hacer yoga o salir a caminar. 

De un sopapo llegaron a su mente todas esas restricciones, las reglas, los mandatos que desde niña había escuchado respecto a cómo tiene que ser el cuerpo de una mujer, cómo vestirse, maquillarse, peinarse, etcétera. 

Al mismo tiempo en que sus oídos zumbaban -quizá por la alta presión arterial que últimamente experimentaba- oyó la voz de su madre decirle: <<calladita te ves más bonita>>, <<no es necesario que grites ni que te enojes>>, <<si te enojas, la cara se te va a poner fea, se te puede enchuecar>>, <<no aguantas nada>>, <<ojalá te pusieras otro tipo de ropa, tus zapatos son horribles>>, << ¡no llores! La cara se hincha>>, <<camina derecha, saca el pecho, mete la panza>>.

La mayor parte de su vida luchó con esos mandatos; ahora que estaba por cumplir 49 años de edad y 27 años fuera de la casa familiar, la voz de su madre seguía siendo imperativa en los momentos de mayor estrés psíquico o cuando la culpa por las decisiones de su vida embargaba su espacio.

Hacía un tiempo la ginecóloga le anunció estar en perimenopausia, situación que a Conchi le pareció una noticia natural por la edad y los síntomas que venía experimentando, incluso se sintió reconfortada pues le daba sentido a la loca sensación de vivir en mundos alternos.  Quiso compartir este proceso con su madre quien al instante gritó - ¡pero eso significa envejecer! -.

Conchi colgó la llamada. Esa frase le retumbó en cada arruga del cuerpo.

El ronroneo de Martina, la gata, la sacó por un momento de sus pensamientos, se dirigió a la cocina a servirle croquetas revueltas con un poco de alimento húmedo sabor salmón.

La cabeza empezó a hacer su aparición con un dolor picante del lado izquierdo de la frente, justo del mismo lado del ojo que a últimas semanas, andaba malo. Le recetaron < <lágrimas artificiales>> y aunque mejoró, a Conchi le resonaba el tema del llanto. Desde pequeña la instruyeron para no llorar que ahora le resultaba innecesario. Su cuerpo, su mente optaron por el miedo, la ansiedad y una que otra fobia. 

Tenía más o menos un par de años cuando descubrió a su expareja teniendo contactos sexuales por medio de las aplicaciones only adultos, éste, al verse descubierto se asustó y  usó sus influencias para dejar a Conchi casi en la calle. Mientras estuvieron juntos, proliferaron varios negocios en el área de la compra-venta de artesanía nacional que se exportaba a diferentes países, pudieron establecer varias tiendas físicas y la economía era bastante holgada. Acostumbraban a viajar,  comprar coches de último modelo, habían construido una casa de tres plantas al gusto de Conchi, con todas las comodidades, alberca, una biblioteca enorme, siete recámaras por si se ofrecía ya que eran constantes las fiestas y visitas de extranjeras/os.

 En realidad Conchi nunca pensó hacer algo para funar a su ex, sí lo amenazó, pero como consecuencia del enojo, la frustración y la vergüenza al enterarse. Por un momento se sintió poco atractiva, fea y hasta “inservible” como lo dicta todo un sistema de consumo. 

Afortunadamente fue eso, un instante de cólera, para después pasar los dedos sobre su cabello rapado de un lado y rascarse el pequeño diamante colocado en su nariz. De muchos modos se sintió aliviada, aunque aparecían días de culpabilidad y tristeza.  Tras 2 embarazos fallidos y un último ectópico donde estuvo comprometida su vida, la relación de pareja fue teniendo cambios importantes, así como el bajón de libido de ambos. Mientras Conchi se refugió en la lectura de novelas de ciencia ficción y a cultivar plantas, él pasaba más tiempo fuera de la ciudad.

Cuando Conchi le comentó a sus amigas y a su madre lo que había pasado con su ex, dijeron que era su culpa, que era ella quien tenía que buscar la manera de complacerlo, era su obligación. Que debía cambiar su manera de vestir, comprarse lencería, le aconsejaron pintarse el cabello pues le estaban saliendo canas -a Conchi le parecían hasta sensuales, era como tener la luz de la luna enredada en los cabellos-,   que se hiciera la lipo, se levantara las chichis y los párpados, que dejara de fumar porque envejecería más pronto (hazlo por estética ya no tanto por salud, decían).

Conchi sólo soltaba la carcajada al escuchar semejantes estupideces mientras tomaba cerveza, café o le daba un toque a su marlboro rojo. Le parecía una pendejada eso de la lencería, pensaba en lo horrible de traer tela encajada en el culo o las varillas de esos brasieres push-up.  Lo relacionado a las cirugías era algo que le provocaba lástima por quienes sucumbían a ellas, era un engaño y un riesgo altísimo.  

Conchi, que en realidad se llamaba Medea había tenido que lidiar con ese nombre, nunca entendió la razón de sus padres para cometer semejante atrocidad. Muchas veces sintió que su madre la odiaba. En cuanto a su padre, era un tipo cruel. Había abusado (en el argot patriarcal sería “enamorado”) a la hija más pequeña de la vecina de enfrente de la casa familiar de Conchi, de apenas 17 años de edad-, la madre de Medea quedó destrozada porque se puso en evidencia su esclavitud a  toda la tiranía estética en contra de las mujeres, al verse humillada por una chica de 17 años ya no por su marido.

Para su padre nunca hubo consecuencias, se fue, se casó con la jovencita y tuvieron un par de hijos. Nadie se asusta por lo que un varón hace, pero a una mujer se le exige darse en cuerpo y alma para que los demás estén bien. El ex de Conchi siguió con sus negocios y ha tenido varias relaciones con mujeres mucho más jóvenes que él. Y es que, eso sólo habla de la necesidad de los varones por tener control, de aparearse como bestias, de tener mujeres jóvenes que los puedan cuidar de viejos porque les es impensable hacerlo por sí mismos.

 

Así que nunca supo si por odio, por ignorancia literaria o por mera proyección su madre la llamó Medea. El nombre Conchi surgió después cuando un maestro de la secundaria se burló de su nombre, contó en medio de risas, frente al salón el mito de Medea.   Ese día llegó a su casa con la furia atravesándole el pecho, dispuesta a enfrentar a su madre y quizá lograr alguna explicación. Su madre no estaba. 

Se tumbó en el marco de la puerta con las mejillas aún coloradas. Fue entonces cuando recordó a  Concepción, habían sido las mejores amigas cuando tenían entre 6 y 9 años. A Concepción le decían Conchita, tenía la piel apiñonada y ojos color ámbar. Alta para su edad y robusta. Medea siempre se sintió confiada con su compañía hasta que un día la casa de Conchita amaneció vacía, la puerta estaba abierta, nadie supo lo que había pasado con aquella familia conformada por la madre de Conchita, una tía y un niño de tres años. Alguien con cierta jiribilla dijo que la tía huía por haber tenido un romance con el mero mero de la mafia y uno de sus achichincles la había encontrado en situación sexual con un joven sacerdote de la iglesia de un pueblo al que le distribuían armas. Nunca volvieron a saber de ellas. 

 

Recordó la calidez de la voz y cuerpo de Conchita, decidió entonces llamarse Conchi, como un medio de identificación con una igual.

 

Aunque ahora, no sabe si esa historia fue real o no, los recuerdos se confunden con las novelas leídas o las habladurías de la gente.

Conchi ha pensado si su vida es realmente su vida, si su imagen es en realidad su imagen, se pregunta ¿cómo la verán los demás? No por una cuestión paranoide sino por mera justicia así misma, después de tantos años luchando por crear su imagen, una imagen aceptable para su psique, dejando a un lado los ideales familiares, sociales y hasta buchones.

¿Quién era ella ahora? Con 49 años de su paso en este mundo, con las estrías hinchadas en el pecho, los pies azules y cansados. Con el intestino más perezoso que hace un par de años. La paciencia guardada en el baúl de los recuerdos. La sangre menstrual más oscura, más dolorosa, menos constante. Con ese calor recorriéndole el cuerpo cada tanto. Las alas de murciélago crecidas, los hoyuelos enraizados en las piernas. Las cicatrices internas de la maternidad negada. El ojo que no llora. Los olvidos repetidos, hasta peligrosos -dejar la llave de la casa pegada, la estufa prendida, la plancha conectada, la gata encerrada- ¿en quién se había convertido esa mujer con la oreja grande? 

 ¿Por qué a mujeres como ella la cultura les niega mostrarse con todas las marcas de vida? ¿Por qué aún su madre le reprocha su estilo de vida, sus cigarros, la luna en el pelo?

Medea es el enojo. La rabia. El abandono. La mentira. Medea es una mujer que se ha desdibujado por eso se ha perdido en esa oreja, en ese ojo, en esa pierna, porque eso es lo que hace todo un sistema con la vida de las mujeres, las parcializa, las destroza, exigiéndoles cordura, pero sin dejar de ser infantiles, las silencia, las despoja de sí mismas, de su placer, de su deseo. 


 

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