SMARTWATCH




Hora de moverse me vibra la muñeca y me dice la pantalla. No, ahora no, siento las piernas arraigadas al piso, como si la cerámica tuviera imán. Aunque estoy sentada frente a la computadora no escribo nada, no avanzo nada. Minuto tras minuto, hora tras hora, solo observo la pantalla. Mover un dedo, teclear, buscar algo, es una odisea.


Hora de moverse. Insiste el reloj. Checo la hora y sí, tengo que moverme. La niña sale de la escuela en una hora y es necesario hacerle de comer. Bien, te mantienes activa me dice el aparatejo condescendiente. Quisiera poner música, barrer el piso, servirme una gelatina fría, o un shot de tequila, pero tendría que ir hacia al aparato, o al patio a tomar la escoba, o caminar hacia la alacena o buscar en donde guardamos el alcohol la última vez, y aunque todo eso solo está a algunos metros de mí siento que es una distancia insalvable porque las pantorrillas son de plomo y encima de mis hombros cabalga un elefante de hierro. Solo tengo energía para abrir el refrigerador, tomar la carne, unas cuantas verduras, sacar la sartén con pasta hecha ayer, freír la carne, cortar en cubos las verduras y recalentar la pasta en el microondas. El esfuerzo es tan brutal que me desplomo en un banco de la cocina. Tengo sed, el agua me queda a kilómetros. 


El camión escolar se estaciona enfrente de mi casa, lo escucho y sufro porque debí levantarme antes. ¿Cómo voy a llegar a tiempo a la puerta si el elefante de hierro no se me quita de encima y las pantorrillas de plomo me hacen doler los huesos, cada articulación cruje y se queja? 


Llego a la puerta y mi hija me abraza, sonríe, se mueve ligera como una libélula, aletea mágicamente alrededor de mí. Quiero sonreírle pero mi rostro es de lodo seco, la sonrisa me cuartea los músculos faciales. Mi hija me abraza de nuevo y el calor de su pecho derrite un poco mi barro. Se aflojan los ojos y no quiero que me vea llorar. Le sirvo sus alimentos, quisiera comer con ella pero algo está obstruyendo mi tráquea, algo no me permite tragar, con trabajos pasa la saliva, me duele la garganta y me zumba el pecho, pienso que llevo noches incontables tragando insectos, creo que han puestos sus huevecillos en las arborescencias de mis pulmones, escucho colonias infinitas de alimañas desarrollarse dentro de mí.  Me desplomo en la mesa mientras ella come. No quisiera que me vea así, pero levantar la cabeza me es imposible, el elefante de plomo a recargado su cabeza en mi cuello, con su trompa aprieta mi garganta, tiene sed y se bebe mis lágrimas. 


Cuando me doy cuenta mi hija se ha levantado de la mesa y ve televisión. ¡Qué mierda de madre soy! ¿Por qué no atiendo a mi hija? ¿Por qué no saco fuerzas de debilidad como me han dicho todas las madres a mi alrededor? ¿Qué me creo, que soy la única que ha tenido pérdidas? Además ¿qué era eso que perdí? Todavía no era niño o niña, solo era un feto, algo a medio hacer, algo que aun ni alma tenía.


Hora de moverse vibra en mi muñeca y yo brinco. Había olvidado dónde estaba. La sala se me revela de pronto con toda su realidad. ¿Cuánto lleva mi hija viendo la televisión? ¿Qué hora es? ¿Dónde está mi celular? Quizá me escribió mi esposo y no me he dado cuenta. ¿Hoy qué día es? ¿Es hoy que debía llevar a mi hija a terapia o es el día de la consulta con el pediatra? ¿Tengo que darle alguna medicina? ¿Debo hacer algo impostergablemente? Los insectos en el pecho aletean y pelean entre ellos para salir por mi nariz, estrellan sus alas enfurecidas en mi frente. No necesito el celular para ver la hora, para eso tengo el reloj, me calmo al sentir su peso en la muñeca. Cuando mi cabeza se calla puedo escuchar el vibrar lejano del celular. Lo tengo a mi lado. Abro el whatsapp y mi marido dice que no llegará hasta tarde, mucho trabajo. El elefante de plomo ha crecido, siento tronar mi cuello como un tronco viejo doblándose y rompiéndose. Cierro los ojos. El plomo invade todos los músculos de mis extremidades, siento que me quedaré clavada en el sillón. El barro de mis oídos se cuaja cerrando sus orificios. Soy una mole pesada atravesando el piso.


Mamá, mamá, leche. Abro los ojos. Todo está oscuro excepto por el brillo de la pantalla. ¿Cuánto tiempo llevo aquí? Me levanto, parece que el elefante me ha dado tregua, incluso los insectos están en paz. Le doy leche a mi hija, le acaricio el cabello, le lavo los dientes y la llevo a dormir. Mamá ¿un cuento? Sí, un cuento, leo lo mejor que puedo. Sé que a veces me salen voces distintas para los distintos personajes, que a veces soy una actriz de teatro y otras una maga. Hoy solo soy yo y una voz agujereada por el picar constante de los insectos, pero hay voz y hay cuento. Tapo a mi hija, le beso los ojos y apago la luz. Del otro lado de su puerta la culpa es enorme.


Caigo.


*


*


*



El fin de semana es un alivio. Hay papá que puede cuidar a la hija. Hay silencio porque hay parque. Ellos se van. Hay horas y horas de nada. El elefante está echado sobre mí. El plomo se ha apoderado de mi cuerpo. El barro ha vuelto piedra mi rostro. Los pulmones están atestados de insectos. El tiempo ha dejado de existir. Yo he dejado de existir. No sé nada. No siento nada. No quiero nada. 


El reloj se ha descargado


El celular no sé dónde está.


No sé dónde estoy.


En medio de nada escucho la voz de mi esposo. Por favor, la niña te necesita, yo te necesito, no puedes seguir así, por favor regresa. Su voz se pierde entre la oscuridad, entre la bruma se escuchan otras voces y otros murmullos. Sí, acepto frente al altar. El balbuceo de mi hija entre mis brazos. La alegría de llegar a la cima del Nevado Toluca. La primera vez que canté en un auditorio lleno. Quiero que el elefante se quite. Tengo sed. Mi esposo ha colocado el reloj en mi muñeca. Apesto. Después de no sé cuánto tiempo sin bañarme entro a la ducha. El agua duele. El agua cura. El agua muy caliente arroja a los insectos por mi boca. Respiro. Me canso de bañarme. Aun mojada, meto en unos jeans tiesos mis piernas de plomo, me pongo los tenis venciendo al imán, me pongo los audifonos en el barro blando. Comienzo a caminar. Cada paso es una batalla encarnizada contra el elefante. A cada paso exorcizo el plomo de mi cuerpo. Insisto, aprieto el ritmo. Me esfuerzo con toda el alma. Las lágrimas fluyen como si aún estuviera bajo la regadera. Se lava el lodo de mi rostro de carne. El elefante comienza a empequeñecer. 


Llevas 10 minutos caminando, vas por buen camino. Dice mi smartwatch y yo quiero creerle.


Comentarios

Entradas más populares de este blog

ADOLESCENCIA, la serie desde los ojos de una psicoanalista y mamá

Amante

Enterrada