¿Qué vamos a comer hoy?
Nadie soporta a la abuela. Con el paso del tiempo la han dejado sola sus hijos, sus hermanos, las amigas con las que solía jugar póker y, por supuesto, el abuelo que murió hace diez u once años. Nadie soporta la manera en que come: es insaciable, como si hubiera decidido dedicar sus últimos años de vida a devorar el mundo. Hay algo grotesco y exasperante en verla comer; esa pequeña boca sin dientes apenas está terminando el último bocado cuando ya está reclamando algo más.
No sé en qué momento tomé la decisión de visitarla para llevarle víveres. Estoy en los últimos semestres de la universidad y no tengo mucho tiempo para atenderla. Pero es la lástima -más que el amor- la que me hace estar religiosamente, cada domingo, en ese departamento que huele a humedad, a podrido y a ese peculiar olor de anciana: entre dulzura y dolor.
Entro al departamento en silencio. No tengo tiempo para charlar con ella pero la abuela -que nunca recibe visitas- de inmediato se da cuenta que he llegado y viene a recibirme. Sus pequeños ojos se iluminan y miran emocionados las bolsas que llevo y me pregunta con una sonrisa: “¿Qué vamos a comer hoy?”. Esa pregunta que hace una y otra y otra vez y que me tiene cansada. Con el tiempo he aprendido a ignorarla y solo me limito a dejar algunas latas con vegetales en la cocina, unas bolsas con carne y algunas frutas, galletas y dulces.
Las manos esqueléticas de la abuela toman con esfuerzo la bolsa con carne y sacan un bistec para cocinar. Lo coloca en una pequeña parrilla eléctrica que mamá le regaló. Sé que, aunque solo la visita una vez al año, la quiere y se preocupa por ella. Esa parrilla la compró para evitar que la abuela, en uno de sus tantos olvidos, termine incendiando el departamento.
La abuela parte en pequeños trozos la carne y lanza algunos al suelo; ha olvidado que el perro que vivía con ella ha muerto hace un par de semanas. Se rasca la cabeza, como intentando recordar algo, y me pregunta en dónde estará ese animal. Para no tener una conversación innecesaria, evito decirle que fui yo quien se llevó el cuerpo del perro, cubierto de moscas y desprendiendo ese hedor denso a muerte.
Pero la verdadera tragedia comenzó el domingo pasado. Estaba en fin de semestre y sabía que iba a estar demasiado agobiada como para visitarla, así que decidí dejarle suficiente comida para un par de semanas. Aunque nada era suficiente, la abuela era insaciable.
Ya no recordaba con claridad las fechas, pero la abuela sabía que habían pasado demasiados días desde la última vez que estuve con ella. La noche caía y yo no llegaba, y en un intento por calmar su miedo irracional a morir de hambre, decidió comer y comer hasta dejar la cocina vacía. Pero ella seguía hambrienta.
Buscó en las bolsas de basura y mordisqueó algunas cáscaras de frutas. Lamió envolturas vacías de galletas, pero eso sólo hizo que el miedo y el vacío en su estómago crecieran sin parar. En ese momento, la abuela tomó una servilleta que estaba en la mesa, hizo pequeñas bolitas de papel y las empezó a tragar. Fue entonces cuando entendió que tenía un departamento entero para devorar.
Se acercó al marco de la puerta de su habitación y, con un cuchillo, arrancó pequeños pedazos de madera. Mordisqueó unas fotos viejas que tenía con el abuelo, estrelló contra el suelo una figura de porcelana de una virgen y devoró, sin detenerse, los fragmentos rotos. Y así siguió toda la noche, destrozando y comiendo todo lo que tenía frente a ella, hasta que el departamento quedó en ruinas.
En medio de esas ruinas, sentada en lo que fue su cama, ella seguía hambrienta. Su cuerpo, crujiendo, pedía algo más para comer. La abuela -mi abuela- tomó un mechón de su cabello y lo arrancó con tanta fuerza que el mechón trajo consigo el recuerdo del día en que nació mamá. Miró, sorprendida, ese recuerdo envuelto en cabello blanco y lo tragó, dejando tras de sí una sensación de tranquilidad. Luego arrancó otro mechón y comió el recuerdo del día de su boda: tenía un sabor agridulce, con un leve dejo de felicidad.
Por primera vez, la abuela se sintió satisfecha. Entonces arrancó todo su cabello y tragó todos sus recuerdos, uno a uno hasta borrar los rastros de lo que fue.
Ya no tenía más recuerdos que comer, ni pasado, ni historia. Y como una estrella moribunda terminó por devorarse a sí misma. Después de eso, solo quedaron el silencio y la oscuridad.
Y luego, solo el olvido.
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