Relojero.

 

Algo en la cocina cayó estrepitosamente, lo que me hizo despertar. Traía puesta una sudadera amarilla, pantalones de mezclilla y la colilla de un cigarro deshecha en mi mano derecha. No reconocí el lugar. Estaba sola. Bueno, no, sentí un pequeño movimiento en la cama y vi cómo una gata negra de pelo espeso y largo, de ojos penetrantes, me miraba mientras subía a la cama acomodándose en mis pies. Me paré muy asustada, busqué el baño, hice pipí observando todo a mi alrededor. "Yo viviría aquí -me dije-, era un lugar con mucha luz, amplio, pero no tanto, sobre todo silencioso.

 

Salí del baño, caminé por aquel lugar de manera familiar, tomé un libro de la biblioteca, lo hojeé; estaba marcado con notas adhesivas color menta (sin duda yo usaría ese color) y leería ese libro que era Poesía completa de Cristina Peri Rossi". En ese momento recordé que la última vez que lo leí, mi vida estaba hecha un caos, no me reconocía, estaba por tomar una decisión que cambiaría todo. Fui a la cocina por agua; había tirado la gata su plato en protesta por estar vacío. Le serví sus croquetas y le llamé por su nombre: Benjamina. Una ola de miedo me recorrió la cabeza ¿qué pasa? ¿dónde estoy?  ¿quién soy?

Ni siquiera sabía a qué me dedicaba ni en qué lugar del mundo estaba. Pero es que no reconocía algo, aunque al mismo tiempo me era todo familiar: la ropa, los libros y, claro está, Benjamina era importante.

 

El silencio era bello, muy bello. Me debatía entre entregarme a él o seguir investigando de quién era esa casa, esas cosas. A lo lejos, el ladrido de un perro me hizo pensar en lo habitual de ese sonido, aunque algo faltaba. El ladrido se hizo más y más constante, agudo, plano, demasiado molesto. Un bombeo de sangre llegó a mi espalda, mi cara; sentía mucho calor, la respiración se fue a mil. Apreté las manos. Alguna vez leí o alguien me dijo que ante un ataque de ansiedad o de ira lo mejor es distraerte nombrando objetos, contando números. Me distraje un poco pensando en que esas "formas de ayuda" son peores a la larga. Creo que hay que sentir, aunque sean sensaciones desagradables, pues yo lo entiendo como una forma de escape: el cuerpo se va deshaciendo de eso horroroso; quizá pasen diez o cuarenta minutos, pero va a pasar. Distraer al horror es alimentarlo para el futuro. Eso también me lo decía Maru, mi analista.

El oxímetro marcaba 120 frecuencia cardíaca. Así que me hice bolita en la cama y me dejé atrapar por el miedo, la ansiedad, el horror, la ira. Benjamina se acurrucó pegando su lomo a mi espalda. Su ronroneo y calor empezaron a hacer efecto. Era como si Benjamina supiera algo del remedio. No sé cuánto tiempo pasó. Pude incorporarme y la pregunta siguiente fue: ¿Cómo sabía dónde encontrar el oxímetro? ¿Cómo conocí a Maru? ¿Por qué me analizaba? Vi mi celular, marcaba las 12:12 p.m. Me dieron escalofríos. Me acostumbré a comer algo dulce después de un ataque. Fui al refri y en la puerta vi una foto: ahí estaba ¿yo? Con una bebé. ¿Era mi hija? ¿Había tenido hijas, hijos? ¿Dónde estaban? En la foto me veía feliz. Cerré de golpe la puerta del refri y fui hacia lo que parecía el área de estudio.

Prendí la computadora, y como era de esperarse, supe la contraseña: Julia1503, mi nombre y mis números favoritos. Abrí una carpeta con el nombre "Ya no más" y me encontré con una playlist, los screens de una conversación con una tal Ximena y fotos de ¿mis pinturas? Pronto vi frente a mí un bastidor con  la imagen a punto de terminar de una jaguar con sus cachorros. La mamá jaguar estaba entre enojada y asustada. Me enteré de que llevaba tiempo platicando con Ximena y que era mi vecina. Estaba juntada con "el relojero" y leyendo más supe que se llamaba Marcos.

Se supone que Ximena fue a vivir allí hace casi dos años. Llegó embarazada y con un bebé de un año y medio. La bebé que cargaba en la foto del refri era Lucy, la hija de Ximena recién nacida.

Respiré. Supe que la relación con ella comenzó porque Marcos ponía su bocina con un ruido espantoso: corridos, banda machista y eso me ponía muy nerviosa, retumbaban los vidrios de mis ventanas, entonces llegaban los ataques de ira.  Por más que de buena manera iba pedirle moderar el volumen, lo que recibía eran insultos: pinche vieja histérica no aguantas nada, lárgate es mi casa y hago lo que se me da la gana

Ximena luego iba a pedirme disculpas y fue así como empezamos a intercambiar pláticas o un café siempre y cuando el “relojero” no se enterara.   

Yo trataba de controlarme, mientras trabajaba haciendo algún encargo o dando clases de pintura, me colocaba los audífonos.  Pero siempre me pregunté: ¿por qué no puedo andar tranquila en  casa? Si quiero estar en silencio, trabajar tranquila, ¿por qué ese vato viene a descomponer todo?

También me enteré por los mensajes que a veces la música era para disimular ruidos y llantos de las golpizas que Marcos le propinaba a Ximena o a las criaturas. Un día Ximena llegó a mi apartamento muy golpeada, muerta de miedo. Empezamos a idear un plan para escapar. Su familia vivía al otro lado del país y no estaban dispuestos a ayudarla. Pero encontramos un albergue para la atención de este tipo de situaciones, después iría a buscar a una amiga. Sí, también hay registros de haber hablado a la policía, las respuestas eran desde risas hasta “pues cámbiese de casa, señora”.

A un lado de esa carpeta, otra decía Maru. Ahí tenía anotaciones de algunas sesiones con ella. Cuando empecé a leer, pasaban frente a mí palabras, frases sin estructura como: ansiedad, estrés postraumático, blackouts, ira incontrolable, medicación, tendencia al aislamiento. Se impactó sobre mí el recuerdo de un bebé. Muerto. Nació muerto, -murmuré-.

No fue mi culpa. Como estampida de venados llegaban a mí imágenes de hospital, un tipo con bata blanca gritándome: ¡Puje! ¡Que no sabe pujar! No, no sabía pujar, nunca había parido.

Pero ante la insistencia de regresarme y regresarme a casa porque no era tiempo, mi bebé murió. Me refugié en mis pinturas y la poesía. Me fui de aquella ciudad con Benjamina, una capsulita con las cenizas que mandé a hacer con un collar, también empaqué mi ira, mi EPT, y en el bolso de mano, el libro de Peri Rossi.

Benjamina me alertó que el tiempo había pasado, su plato nuevamente estaba vacío. Era otro día. Sentí los ojos llenos de arena, pesados. Poco a poco, la conciencia llegaba. Sabía quién era. El silencio seguía insondable. Escribí a una amiga que nunca contestó. No había ladridos. Nada. Ni siquiera se sentía vida en el departamento de al lado. Salí.

La puerta de Ximena estaba abierta y el escenario era tremendo. La bocina estaba partida en mil pedazos, sangre salpicada por todas partes, desorden. Sonó mi celular, era un mensaje de Ximena que decía: Gracias, llegamos bien.

Regresé a mi casa. Me sentí tranquila porque ella ya no estaba. Me metí a bañar y vi mis tenis manchados de algo que parecía sangre. Salí del baño, revisé el plato de Benjamina, me coloqué los audífonos, se reproducía Prania Esponda con su rola Las que nacieron peleando, y me puse a pintar.


                  




                                                                                     *Imagen tomada de la red*

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